¿Sonrisa? Os preguntareis. Sí, Pelusilla era quien provocaba eso tan anhelado por el ser humano cuando se convierte, primero, en adolescente y peor, después, en adulto.
Pesé 2 quilos 400 gramos, tenía el pelo negro y rizado y según la primera mirada que mi madre recibió de mi, tenía los ojos como dos aceitunillas negras. De hecho, aún hoy, cuando está cariñosa me llama: mis aceitunillas negras.
Hay una anécdota que siempre me explican y me invade una especie de magia que no puedo controlar. Cuando no había llegado aún a mi primer añito y parecía un pato mareado caminando, mi madre me sentó en un andador y lo primero que hice fue acercarme a un geranio de color rosa, que mis padres tenían en el patio. Me quedé mirándolo durante un largo rato, hasta que me atreví a acariciarlo. Estoy segura de que Pelusilla fue la culpable de que me atreviera a tocarlo. Pero eso no fue lo único que hice, esos pétalos me encandilaron, me atrajeron de una forma adictiva y entonces fue cuando arranqué un pétalo lo miré y me lo comí. Después arranqué otro y me lo comí, y así hasta dejar el geranio sin color. Mi madre no se dio cuenta hasta que no vio toda mi boca de color rosa. Entonces la llevé hacia la planta y empecé a reír descontroladamente.
Posiblemente ese momento es el primero donde puedo localizar a Pelusilla. Seguro que antes ya había hecho de las suyas, pero, este es el primero donde puedo reconocerla.
Os vais haciendo a la idea de lo traviesa que era Pelusilla?